…tanto con todo aquello de los regalitos,
conejitos y las religiones, como con los unicornios, duendecitos, y toda su
respectivo piño de fenómenos: tristemente, he sido considerablemente escéptico
desde bien pendejo. Sin embargo creo que
sólo una considerable dosis de demencia senil me podrá hacer olvidar lo que ha
sido mi primer y único contacto con un alma en pena.
Yo no tuve la culpa, ponte ahora
en mi lugar. Y es que después de una agotadora subida a pata por el volcán
Morado por acompañar a tu viejo cuando se tienen nueve años, el cansancio de
tus débiles piernecitas de infante son motivo suficiente para calmar la ontológica
ansiedad de cabro chico por hablar y hablar. De tal forma que resulta
inevitable poner atención al relato de tu tío Memo mientras recorres en auto lo
que va quedando del Cajón del Maipo (de vuelta para la casa).
Y es que tus pequeños ojos
saltones se abren de par en par (y se pegan al vidrio) cuando pasas frente a la
antigua residencia de descanso del general, mientras sigues escuchando con
fascinación como el viejo te cuenta que allí mismo había ocurrido el atentado a
Pinochet del año ochenta y seis. Las elocuentes palabras, que poco a poco se van
convirtiendo en imágenes dentro de tu mente, van retratando con bombo y
platillo el ataque con calidad de una película Western de presupuesto casi
soviético, pero más chilensis.
“Y rebotó la hueá de cohete,
¡rebotó! Imagínate cómo habría sido distinta la historia si el frentista
hubiera apretado el gatillo unos metros más lejos. Ahí si que nos habríamos
cagado de susto”. Construcciones narrativas que te van sumergiendo en un mundo
completamente desconocido anteriormente para ti, casi como haciéndote una
“chinita” en alguna clorienta piscina: conflictos de mente, apuñaladas por la
espalda, televisión carente de tanta banalidá, deterecidos desapatenidos, en
definitiva, el país de la realidad ochentera tal y como fue. Y es sólo allí, una vez atravesado el umbral,
donde lo cotidiano se quiebra en treinta y cinco partes ocurriendo así lo
paranormal.
Ahora que estoy más grande no sé
si habrá sido el espíritu del Almirante Merino, de Jaime Guzmán (o quizás hasta
el del mismo dictador) el que se apoderó del horrendo insecto multicolor que
entró chillando por la ventanilla del copiloto. Sin embargo cualquier hipótesis
tendrá como base la certeza de haber presenciado en carne el desgarrador
zumbido que profesaba la grotesca criatura, rozando nuestras cabezas y oídos, y
expulsando un nauseabundo olor a mierda que nos impidió tajantemente proseguir
nuestra conversación con tinte político. Quizás esta misma nostalgia causada
por el miedo adjuntado a este tipo de temas tuvo cierto poder sobre la fauna
del sector. Hasta que lo pudimos sacar.
Por Vicente del Valle
Por Vicente del Valle