El Arte a la Mano

LA NIÑA DEL MAR
Texto: Diego Barrenechea
Ilustraciones: Catalina Fuentes




Amanda creció junto a un caribú, en una isla rodeada de enormes palmeras y árboles desconocidos. Vivía en una casa que había construido su padre, quien naufragó junto a ella cuando tenía apenas un año. Jugaba a montarse sobre las palmeras más altas, y cuando estas se inclinaban sobre el mar, veía pasar las mantarayas sobre los arrecifes de coral. Solía quedarse dormida sobre las troncos doblados, acostada, mientras a su alrededor saltaban peces voladores. En algunas ocasiones, usaba las palmeras como catapultas, para saltar de una a otra, jugando junto al caribú. Su padre había desaparecido dos años atrás, cuando fue sorprendido por una tormenta mientras pescaba. 


Amanda ya sabía cuidarse por sí sola, y tenía esperanzas en que su padre volvería a buscarla, junto a su madre, Yuriko, una nipona que su padre había conocido una vez navegando, cuando era adolescente. De ella atesoraba un kimono, que le quedaba muy grande por lo demás. Lo utilizaba para esconderse en él junto al caribú, usándolo como una carpa, y en otras ocasiones, cuando había viento, lo usaba para planear lanzándose de las copas de las palmeras, persiguiendo luciérnagas y libélulas. Intuía, especialmente cuando usaba el kimono para volar, que algo especial la conectaba con su madre.

 
El caribú era alegre y juguetón, protegía a Amanda como si se tratase de la más indefensa de ellos, a su vez que le obedecía y seguía en todas sus expediciones por la isla para recolectar frutos.


Amanda tenía un álbum de fotos de los viajes de su padre y su madre, y gracias a él conocía muchas cosas. Lo que más le gustaba eran los animales, se sorprendía de su grandeza y lo diferentes que eran. De la tierra le encantaban los elefantes y las jirafas, del mar las ballenas azules. Pero se preguntaba por qué en el cielo no había animales gigantes como en los otros dos casos. Soñaba con pájaros del porte de su cabaña, que la llevasen volando junto al caribú por todo el mundo hasta dar con sus padres.


 Pocas veces había visto barcos, disipados en el lejano horizonte. La balsa que había construido, era muy frágil como para lograr alejarse mucho de la isla. Para entretenerse se dedicaba a teñir con flores y plantas de distintos colores todas las piedras que había en la isla. Hacía collares y sombreros para el caribú y por las noches dormían acurrucados mirando las estrellas.


Una vez, mientras le fabricaba alas al caribú con hojas de palmera, para que pudiera planear con ella, vio acercarse un gran y ruidoso pájaro, que distinguió la isla pues todas sus piedras estaban pintadas y aterrizó cerca de la playa.


Del ave plateada bajaron nada más y nada menos que sus padres: ¡Su madre había aprendido a pilotear el avión y se había pasado todo el tiempo buscándolos! Había encontrado a su padre cerca de un puerto en una región desierta y juntos habían emprendido el viaje hacia la isla, con el último poco de gasolina que les quedaba.

 
Se quedaron a vivir junto al caribú un par de años. Luego un gran crucero los divisó y trasladaron la isla entera hacia el continente más cercano. Felices, viajaron hacia otro lugar, pero continuaron viviendo en su cabaña, rodeada de árboles raros y animales simpáticos.